Si te perdiste la primera parte, puedes encontrarla aquí: El Huésped de Drácula de Bram Stoker, parte 1
Gradualmente, volvió a mí una especie de confuso inicio de consciencia; luego una sensación de cansancio aniquilador. Durante un momento no recordé nada; pero poco a poco volvieron mis sentidos. Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos. Parecían estar dormidos. Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo lo largo de mi espina dorsal, y mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin embargo, me atormentaban; pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor que, en comparación, resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una pesadilla física, si es que uno puede usar tal expresión, pues un enorme peso sobre mi pecho me impedía respirar normalmente.
Ese período de semiletargo pareció durar largo rato, y mientras transcurría debí de dormir o delirar. Luego sentí una sensación de repugnancia, como en los primeros momentos de un mareo, y un imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía de qué. Me rodeaba un descomunal silencio, como si todo el mundo estuviese dormido o muerto, roto tan sólo por el suave jadeo de algún animal cercano. Noté un cálido lametón en mi cuello, y entonces me llegó la consciencia de la terrible verdad, que me heló hasta los huesos e hizo que se congelara la sangre en mis venas. Había algún animal recostado sobre mí y ahora lamía mi garganta. No me atreví a agitarme, pues algún instinto de prudencia me obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia pareció darse cuenta de que se había producido algún cambio en mí, pues levantó la cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí los dos grandes ojos llameantes de un gigantesco lobo. Sus aguzados caninos brillaban en la abierta boca roja, y pude notar su acre respiración sobre mi boca.
Durante otro período de tiempo lo olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido por un aullido, y luego por otro y otro. Después, aparentemente muy a lo lejos, escuché un «¡hey, hey!» como de muchas voces gritando al unísono. Alcé cautamente la cabeza y miré en la dirección de la que llegaba el sonido, pero el cementerio bloqueaba mi visión. El lobo seguía aullando de una extraña manera, y un resplandor rojizo comenzó a moverse por entre los cipreses, como siguiendo el sonido. Cuando las voces se acercaron, el lobo aulló más fuerte y más rápidamente. Yo temía hacer cualquier sonido o movimiento. El brillo rojo se acercó más, por encima de la alfombra blanca que se extendía en la oscuridad que me rodeaba. Y de pronto, de detrás de los árboles, surgió al trote una patrulla de jinetes llevando antorchas. El lobo se apartó de encima de mí y escapó por el cementerio. Vi cómo uno de los jinetes (soldados, según parecía por sus gorras y sus largas capas militares) alzaba su carabina y apuntaba. Un compañero golpeó su brazo hacia arriba, y escuché cómo la bala zumbaba sobre mi cabeza. Evidentemente me había tomado por el lobo. Otro divisó al animal mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego, al galope, la patrulla avanzó, algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo mientras éste desaparecía por entre los nevados cipreses.
Mientras se aproximaban, traté de moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo lo que sucedía a mi alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de su monturas y se arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre mi corazón.
-¡Buenas noticias, camaradas! -gritó-. ¡Su corazón todavía late!
Entonces vertieron algo de brandy entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir del todo los ojos y mirar a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces y sombras, y oí cómo los hombres se llamaban los unos a los otros. Se agruparon, lanzando asustadas exclamaciones, y las luces centellearon cuando los otros entraron amontonados en el cementerio, como posesos. Cuando los primeros llegaron hasta nosotros, los que me rodeaban preguntaron ansiosos:
-¿Lo hallaron?
La respuesta fue apresurada:
-¡No! ¡No! ¡Vámonos.... pronto! ¡Éste no es un lugar para quedarse, y menos en esta noche!
-¿Qué era? -preguntaron en varios tonos de voz.
La respuesta llegó variada e indefinida, como si todos los hombres sintiesen un impulso común por hablar y, sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo compartido que les impidiese airear sus pensamientos.
-¡Era... era... una cosa! -tartamudeó uno, cuyo ánimo, obviamente, se había derrumbado.
-¡Era un lobo..., sin embargo, no era un lobo! -dijo otro estremeciéndose.
-No vale la pena intentar matarlo sin tener una bala bendecida -indicó un tercero con voz más tranquila.
-¡Nos está bien merecido por salir en esta noche! ¡Desde luego que nos hemos ganado los mil marcos! -espetó un cuarto.
-Había sangre en el mármol derrumbado –dijo otro tras una pausa-. Y desde luego no la puso ahí el rayo. En cuanto a él... ¿está a salvo? ¡Miren su garganta. Vean, camaradas: el lobo estaba echado encima de él, dándole calor.
El oficial miró mi garganta y replicó:
-Está bien; la piel no ha sido perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo habríamos hallado de no haber sido por los aullidos del lobo.
-¿Qué es lo que ocurrió con ese lobo? -preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza, que parecía ser el menos aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban firmes, sin temblar. En su bocamanga se veían los galones de suboficial.
-Volvió a su cubil -contestó el hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que temblaba visiblemente aterrorizado mientras miraba a su alrededor-. Aquí hay bastantes tumbas en las que puede haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido! Abandonemos este lugar maldito.
El oficial me alzó hasta sentarme y lanzó una voz de mando; luego, entre varios hombres me colocaron sobre un caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó con los brazos y dio la orden de avanzar; dando la espalda a los cipreses, cabalgamos rápidamente en formación.
Mi lengua seguía rehusando cumplir con su función y me vi obligado a guardar silencio. Debí de quedarme dormido, pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie, sostenido por un soldado a cada lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba una rojiza franja de luz solar, como un sendero de sangre, sobre la nieve. El oficial estaba ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían visto, excepto que habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido por un gran perro.
-¡Un gran perro! Eso no era ningún perro -interrumpió el hombre que había mostrado tanto miedo-. Sé reconocer un lobo cuando lo veo.
El joven oficial le respondió con calma:
-Dije un perro.
-¡Perro! -reiteró irónicamente el otro. Resultaba evidente que su valor estaba ascendiendo con el sol y, señalándome, dijo-: Mírele la garganta. ¿Es eso obra de un perro, señor?
Instintivamente alcé una mano al cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres se arremolinaron para mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se oyó la calmada voz del joven oficial:
-Un perro, he dicho. Si contamos alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
Entonces monté tras uno de los soldados y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos un carruaje al que me subieron y que me llevó al Quatre Saisons; el oficial me acompañó en el vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su caballo y los demás regresaban al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó tan rápidamente las escaleras para salir a mi encuentro que se hizo evidente que había estado mirando desde dentro. Me sujetó con ambas manos y me llevó solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la vuelta para alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara a mis habitaciones. Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias efusivamente, a él y a sus camaradas, por haberme salvado. Él se limitó a responder que se sentía muy satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los pasos necesarios para gratificar al grupo de rescate; ante esta ambigua explicación el maître d'hôtel sonrió, mientras el oficial se excusaba, alegando tener que cumplir con sus obligaciones, y se retiraba.
-Pero Herr Delbrück -interrogué-, ¿cómo y por qué me buscaron los soldados?
Se encogió de hombros, como no dándole importancia a lo que había hecho, y replicó:
-Tuve la buena suerte de que el comandante del regimiento en el que serví me autorizara a pedir voluntarios.
-Pero ¿cómo supo que estaba perdido? -le pregunté.
-El cochero regresó con los restos de su carruaje, que resultó destrozado cuando los caballos se desbocaron.
-¿Y por eso envió a un grupo de soldados en mi busca?
-¡Oh, no! -me respondió-. Pero, antes de que llegase el cochero, recibí este telegrama del boyardo de que es usted huésped -y sacó del bolsillo un telegrama, que me entregó y leí:
BISTRITZ
«Tenga cuidado con mi huésped: su seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo echasen a faltar, no ahorre medios para hallarle y garantizar su seguridad. Es inglés, y por consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los lobos y la noche. No pierda un momento si teme que le haya ocurrido algo. Respaldaré su celo con mi fortuna. - Drácula.
Mientras sostenía el telegrama en mi mano, la habitación pareció girar a mi alrededor y, si el atento maître d'hôtel no me hubiera sostenido, creo que me hubiera desplomado. Había algo tan extraño en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e imposible de imaginar, que me pareció ser, en alguna manera, el juguete de enormes fuerzas..., y esta sola idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de misteriosa protección; desde un lejano país había llegado, justo a tiempo, un mensaje que me había arrancado del peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.
RELATO CIEGO, los miércoles a las 6pm
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